La
sociedad educativa, en cuya antecámara nos encontramos, encierra
fantásticas promesas de nuevo
humanismo. Nos queda la fundada esperanza de que la sociedad educativa sea una
campana matinal que nos despierta a un nuevo humanismo, en la justa medida en
que nos neguemos a permanecer adormecidos en el sueño letárgico del
pasado. El sueño de esta nueva sociedad
será realizar la unidad y continuidad del aprender: en cada individuo, en cada
escuela, en cada comunidad, en cada nación.
Se
trata de una visión soportada por comunidades que aprenden,
plenamente capacitadas para asumir las responsabilidades primordiales de
conducción de las actividades de educación y de la formación en su interior, de
acuerdo con las respectivas identidades comunales.
El
contrato social para una sociedad educativa en el siglo XXI es, pues, muy
exigente. Tendrá que asegurar la formación y manutención de un corpus mínimo de
confianza
recíproca
y de capital social entendido como «el conjunto de normas y de relaciones
sociales integradas en las estructuras de la sociedad que capacitan a las
personas para coordinar acciones y alcanzar objetivos deseados». Ese contrato
deberá además contemplar la estimulación necesaria para una ciudadanía de
participación y aprendizaje.
Se
tratará de concebir una nueva asociación de progreso que asegure el ejercicio
de derechos sociales fundamentales entre los cuales sobresale el derecho
universal la educación conforme está consagrado en las convenciones y
declaraciones de derechos del hombre, sin descuidar la dimensión de una
ciudadanía de deberes y solidaridades.
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